“La tempestad ha cesado en uno de los lados de los cielos pero puede comenzar de nuevo en el otro. Un mar agitado está bajo nuestros pies y nos hallamos rodeados por peñascos y arenas movedizas. Permita mi señor diferir estas fiestas públicas hasta haya vuelto la calma.” (YUSEF ABEN COMIXA, VISIR DE BOABDIL)

Claramente se puede deducir de todo lo dicho en artículos anteriores que el plan del Rey Católico fue ir desmembrando, trozo a trozo, el Reino de Granada sin decidir atacar su centro vital hasta haberlo privado de toda posible ayuda. Con las últimas conquistas había quedado la ciudad –perdidas todas las plazas, villas y castillos–, despojada de todas sus tierras y enflaquecida de todas sus fuerzas, “desfigurada y deshecha como cabeza sin cuerpo y sin brazos”, según gráficamente nos describe Jerónimo Zurita y Castro en sus “Anales de Aragón”.

Por razón natural, la población de Granada había crecido de un modo extraordinario: una inmensa muchedumbre formada por los habitantes de las villas y poblados conquistados, que el ejército iba empujando a su paso, llenaban las casas de la ciudad e, incluso, hasta se acampaba en las calles. Esta muchedumbre era muy propicia al furor y al enardecimiento, teniendo en cuenta la precaria situación a la que había llegado por los errores y la malicia de cada uno de los caudillos que se disputaban el trono nazarí. Así cuando recibieron, una tras otra, la noticia de la toma de Baza y la rendición de las provincias que ocupaba el Zagal y vieron que no les quedaba barrera alguna que oponer a los cristianos, el miedo y los arrebatos de ira que le suelen acompañar se apoderó de ellos.

Continuamente lanzaban amargas quejas a su Rey y, con sangrientas injurias, le acusaban de haber vendido su imperio a los cristianos olvidando su fe, llegando el pueblo amotinado, en más de una ocasión, a intentar el asalto de la Alhambra. Es digno de pensar sobre las dificultades que tendrían las autoridades de la ciudad para regir y acallar esta masa. En ella se habían mezclado gran número de advenedizos, renegados y aventureros –soldados sin caudillo ni freno, propensos al desorden y a la licencia–, quienes excitados por el otro sector de la población –los fanáticos descendientes de los conquistadores, de los Abencerrajes y Gazanitas, de Almuradíes y Gazules, de los Omeyas y Almuradines–, constantemente creaban dificultades al Rey Boabdil quien, considerándose firmemente asentado en el trono, se disponía a no cumplir ninguno de los tratos cerrados con los Reyes Católicos.

Comprendiendo el Rey Fernando que, tras haber derrotado al Zagal, había llegado el momento de emprender la ofensiva definitiva que le pusiera en posesión del último baluarte musulmán en la Península, se decidió a exigir a Boabdil que diera cumplimiento a lo pactado en los diversos tratados que tenían suscritos, especialmente en el de Córdoba de 1486 por el que obtuvo su libertad del cautiverio de Loja. Al efecto, una vez terminadas las fiestas organizadas en Sevilla para celebrar las bodas de la infanta doña Isabel con el príncipe don Alfonso, hijo del Rey Juan II de Portugal, nombra Capitán General de toda la frontera, según Hernán Pérez del Pulgar, a don Íñigo López de Mendoza y Quiñones, conde de Tendilla. A este nombramiento hay que agregar el que mencione Andrés Bernáldez y Pedro Mártir de Anglería de don Diego López Pacheco y Portocarrero, marqués de Villena, “enviado como Virrey a la frontera”, nombramiento que es cierto y seguro puesto que en el Archivo de la Casa de Frías se conserva una real provisión de los Reyes Católicos, fechada en Écija el 16 de febrero de 1490, nombrándolo Capitán General de la frontera de la ciudad de Granada.

El conde de Tendilla fue enviado a Boabdil con la exigencia del Rey de que abdicara su trono y marchase a Guadix con el título de duque, según lo convenido. El Sultán, que como hemos indicado mostró al final el deseo de defender los últimos restos del Reino de sus antepasados e incluso recuperar lo perdido, se excusó alegando que sin riesgo de su vida no podía entregar una ciudad que había crecido tanto y cuyos habitantes estaban dispuestos a defenderla, “llamando impío, traidor y rebelde al que hablara de transacción con los cristianos”. Dice Pedro Mártir de Anglería que “prometió entregar la Alhambra, de la cual era dueño, pero que no puede hacer lo mismo con lo demás sin el previo consentimiento de los granadinos: que abriga el temor de que lo degüellen si les habla de rendición”. Esta respuesta, llevada al Monarca por el visir Yusef Aben Comixa, casi le alegró, pues le permitía abiertamente romper los tratos con el moro y, para ello, comenzó a escribir a los notables de Granada dándoles cuenta de los pactos secretos mediante los cuales había obtenido su libertad. Las cartas surtieron su efecto y, después de un intento de asesinato contra el Rey, éste no tuvo más remedio que doblegarse a la exigencia de los notables, a los que pidió toda clase de ayudas para la lucha y, prometidas éstas, rompió su alianza y declaró la guerra a los cristianos.

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Figura 1. Croquis topográfico de las vías pecuarias, acequias y ramales del término de Santa Fe. Espinosa Cabezas (1995)
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Figura 2. La vegetación primaria que aún está presente en algunos lugares próximos al Genil, recuerda el predominio del bosque en las tierras ribereñas durante la época musulmana. Espinosa Cabezas (1995)

El célebre cronista de los Reyes Católicos, Alfonso de Palencia, en una carta al obispo de Astorga, don Juan Ruiz de Medina, nos da una curiosa versión que confirma lo anterior. Don Fernando se decidió a dar el último paso pero, dado que entonces no tenía a su lado el número de fuerzas que se requerían para conquistar la ciudad, se dedicó a quebrantar su poder mediante talas de las zonas cercanas a la ciudad y a consolidar lo conquistado en las últimas campañas. Desde Córdoba, a donde habían pasado los Reyes, y hecho un llamamiento a los nobles de toda Andalucía, con una hueste de 5.000 caballos y 20.000 peones, don Fernando hace una entrada en la vega granadina “haciendo grande daño en los panizos que estaban en el circuito de aquella ciudad (Granada) aunque los moros salieron a resistir a los cristianos y se travaron grandes y reñidas escaramuzas, que murieron muchos de ambas partes, si bien el exercito del rey quedó vencedor”. Aquella tala duró treinta días, volviéndose después para Córdoba.

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Figura 3. La acequia Gorda, lugar donde el Rey Fernando armó caballero a su hijo, el príncipe don Juan. Espinosa Cabezas (1995)

La ocasión era tan solemne que allí, en la misma vega de Granada, don Fernando armó caballero a su hijo el príncipe don Juan. Doce años debía tener el chico cuando le organizaron este sarao. Fueron sus testigos el duque de Cádiz, don Rodrigo Ponce de León y Núñez, y el de Medina Sidonia, don Enrique Pérez de Guzmán y Fonseca, enemigos irreconciliables entre sí pero los primeros en festejos cortesanos. La acequia Gorda –también conocida como Maestra– que conduce las aguas del manantial de Isabel la Católica por el centro de la vega –y que no debe confundirse con la que tiene el mismo nombre en Granada–, fue la que sirvió de escenario para el acontecimiento histórico que nos narra el cronista Francisco Henríquez de Jorquera: “Abiendo llegado el exercito del rey católico, miercoles veinte de junio de 1490, el principe don Juan, su hijo, para manifestar el rey el gusto que avia tenido con la llegada de su hijo otro dia siguiente, que fue jueves veinte del dicho, vispera de San Juan, le armó el rey caballero a orillas del acequia Gorda, con gran fiesta y regocijo”. Las crónicas de Hernán Pérez del Pulgar nos cuentan que “a esta tala vino la reyna doña Ysabel y el príncipe don Juan e la princesa de Portogal, sus fijos, e quedaron en Moclín la Reyna e la princesa. Y el príncipe don Juan fue a el real donde fue armado caballero junto a la acequia gorda; e fueron sus padrinos el duque de Medinasidonia y el marqués de Cádiz estando el príncipe y el Rey su padre que lo armó cavallero cavalgando. El principe armado cavallero, armó cavalleros aquel día a fijos de señores, el primero don Fadrique Enríquez, fijo del adelantado de don Pedro Enríquez, que fue después marqués de Denia e a otros”.

También nos dice el cronista Andrés Bernáldez que durante esa tala, además de esta solemne ceremonia, se produjeron algunos otros hechos notables como la conquista de la Torre de Roma que está a dos leguas de Granada, junto al actual núcleo urbano de Romilla. Muy cerca de esta pequeña población hay una torre antiquísima que domina el vasto horizonte comprendido entre el río Genil y las tierras del secano, siendo una excelente torre-vigía de la parte occidental de Granada así como un importante puesto de defensa para prevenir los posibles ataques a la capital. Cuentan las crónicas que “duró esta tala doce días. Vino a servir al rey aquel caudillo de Baza con ciento e cinquenta de cavallo y el alguazil de Baza vasallos del Rey; e tomaron el más peligroso logar, e tomaron la torre de Roma, que está a dos leguas [11.145 m] de Granada, e ciertos moros que estavan en ella con cierto engaño. Fueron a esta guerra y tala los: arzobispos de Toledo, Sevilla, duque de Medina Sidonia, marqués duque de Cádiz, conde de Cabra, conde de Ureña, marqués de Villena,…”. Por su parte, la pluma de Washington Irving, en un extenso capítulo, nos ofrece el romántico relato de la conquista de la Torre de Roma:

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Figura 4. Vistas de la Torre de Roma. Cuevas Pérez (2006)

En la cima de un cerro que domina una extensa vista de la vega de Granada, a unas dos leguas aproximadamente de esta ciudad, se levantaba la poderosa y gran torre mora que servía en ocasiones de seguro refugio a los mahometanos. Hacia allí dirigían los campesinos moros de la vecindad sus rebaños y vacadas, llevando también a toda prisa sus más preciosos efectos ante la repentina irrupción de fuerzas cristianas que merodeasen por los alrededores, asimismo los saqueadores moros de Granada se guarecían en ella ante la amenaza de ser interceptados a su regreso a la ciudad. Los centinelas se hallaban, pues, acostumbrados a estas continuas demandas de auxilio, teniendo siempre grupos de moros gritando a sus puertas, tan duramente perseguidos que apenas tenían tiempo de abrirles el portal y repeler a sus acosadores, quienes a duras penas podían frenar los jadeantes corceles a la misma entrada de la barbacana y retirarse de las murallas que les habían arrebatado toda presa.

Las últimas incursiones del rey Fernando y las continuas refriegas en la vega habían hecho aumentar la vigilancia de la fortaleza. Una mañana muy temprano, los vigilantes apostados en las almenas alcanzaron a ver a distancia una nube de polvo que se acercaba rápidamente: pronto pudieron distinguir los turbantes y las armas de los moros y a medida que el conjunto se aproximaba, avistaron un rebaño de ganado vacuno corriendo velozmente, acicateado por unos ciento cincuenta guerreros, quienes traían encadenados a dos cristianos. Cuando la cabalgada se detuvo frente a la fortaleza, un caballero moro de noble porte, atrayente semblante y espléndidas vestiduras, caracoleó su caballo al pie de la torre y solicitó entrar con su gente alegando regresar con un gran botín conquistado en una incursión en tierra de cristianos, pero el enemigo seguía tan de cerca sus huellas, que temían los alcanzasen antes de llegar a Granada. En consideración a estas razones, los centinelas bajaron de inmediato, abriéndoles la puerta. Entonces la cabalgada entró y desfiló por los patios interiores, que pronto se vieron colmados de mugientes vacadas y ovejas que balaban sin cesar, mezclados esos ruidos con los relinchos y coces de los corceles y la amenazante y fiera mirada de los montañeses. El caballero que solicitó asilo era el jefe de la banda; aunque había llegado a la edad madura, tenía aún encumbrada y airosa presencia y llevaba consigo a un joven hijo suyo de gran temple y viveza. Junto a ellos caminaban los cautivos cristianos, desconsolados y con mirada abatida.

Entretanto, los soldados de la guarnición se ocupaban de acomodar los rebaños que permanecían en el patio, mientras el grupo de merodeadores se distribuía por la fortaleza para refrescarse y descansar. Súbitamente se oyó un grito que repercutió por todas partes, patios, vestíbulos y almenadas murallas. Atónita y sorprendida, la guarnición corrió a las armas, pero casi antes de oponer ninguna resistencia, se encontró en poder de los recién llegados forasteros.

La pretendida banda de salteadores se hallaba compuesta de mudéjares, o dicho de otros modos, de moros tributarios de los cristianos, comandados por el príncipe Cid Hiaya y su hijo el-Nayyar, quienes se dieron prisa en bajar de la montaña con su pequeña fuerza para ayudar a los Soberanos de Castilla en su campaña de verano, habiéndose propuesto sorprender aquella importante avanzada para presentarla al rey Fernando como una prueba de su fe y un primer fruto de su devoción.

El político monarca abrumó con favores y distinciones a sus nuevos aliados, en retribución por su ayuda en lograr esta magnífica fortaleza; pero, sin embargo, tuvo cuidado en despachar una gran fuerza de veteranas y genuinas tropas cristianas para guarnecer su reciente conquista.

En cuanto los moros que componían la antigua guarnición, recordando Cid Hiaya que eran sus compatriotas, no pudo por menos que dejarlos en libertad, permitiéndoles refugiarse en Granada.

Una prueba –dice el piadoso Agápida– de que su conversión no era tan verdadera como aparentaba y todavía persistían algunos resabios de infidelidad en aquel corazón.

Su lenidad, lejos de proporcionarle adeptos entre sus paisanos, le conquistó la animadversión de los habitantes de Granada, cuando se enteraron por boca de la guarnición de la estratagema de que se valió Cid Hiaya para tomar la torre y entonces, junto con aquella, lo maldijeron como a un traidor”.

El Rey moro, en vista de los daños ocasionados y contando con la ayuda que le habían de proporcionar los nobles granadinos –deseosos de probar fortuna en la reconquista de lo perdido–, aprovechó la ausencia del ejército cristiano para emprender una ofensiva contra el castillo de Alhendín, que estaba en poder de los cristianos gracias a la astucia del que más tarde sería conocido como el Gran Capitán, don Gonzalo Fernández de Córdoba y Enríquez de Aguilar. El mencionado castillo sólo tenía de guarnición un destacamento de arqueros ingleses de los que habían venido con el conde de Escalas, lord Rivers, y unos 150 homicianos (reos que redimían sus penas en el servicio de las armas) al mando del alcaide don Mendo de Quesada y de su capitán don Pedro de Castro. Tras el impetuoso ataque de los moros, según los cronistas árabes acaecido entre el 24 y el 29 de junio, no pudieron resistir y se vieron obligados a capitular, quedando todos prisioneros y la fortaleza derribada. Sin detenerse en Granada, Boabdil se dirigió contra los dominios que habían concedido al Zagal y a Cid Hiaya en las Alpujarras. Se apoderó del Padul, del Valle de Lecrín, del castillo de Mondújar, de Lanjarón y del castillo de Andarax, llegando hasta Berja y Dalías y volviendo victorioso a Granada el 3 de julio de 1490. Poco tiempo estuvo el Sultán de Granada en posesión de la ciudad de Andarax, pues en el primer tercio del mes de Ramadán (últimos de julio) su tío, el Zagal, ayudado por cristianos y renegados, volvió a recobrarla.

Engreído Boabdil con la toma de Alhendín y su feliz correría por la Alpujarra, pensó en apoderarse de cualquier punto de la costa por donde pudiera recibir socorros de África. Para ello se dirigió hacia Almuñécar. A su paso por Restábal se encontraron con una partida de moros que conducían a varios cautivos cristianos. Estos le informan de la escasa guarnición que tenía Salobreña, mal abastecida de víveres y agua, y de la traición de los renegados que en ella vivían. Con la ayuda de los mudéjares del lugar logró apoderarse de la villa, estrechando el cerco a su castillo en donde se habían refugiado los cristianos de la guarnición. Ante el rápido socorro que prestó a los cristianos el Adelantado Mayor de Andalucía, don Francisco Enríquez, gobernador de Vélez Málaga, y don Íñigo Manrique de Lara, hijo de don Garci Fernández Manrique de Lara, gobernador de Málaga, y gracias también al ataque simultáneo que hizo el conde de Tendilla por la vega de Granada para llamar la atención del enemigo, así como lo infructuoso del asalto de los moros a la fortaleza, Boabdil levantó el sitio y regresó a su palacio de la Alhambra.

El ataque de distracción del conde de Tendilla en la vega granadina se convirtió en una segunda tala por este año, a la que personalmente concurrió el mismo Rey. El 17 de agosto “partió el rey y el pendón de Córdoba a Granada”, pasando por Alcalá la Real. El 23 estará en Pinos Puente y del 24 al 27 pone su Real en los “Ojos de Huécar”, desde donde presencia las talas que se venían desarrollando. Permanecerán allí hasta el 4 de septiembre, fecha en que marcha a Guadix para llegar a Córdoba el 15 y, desde allí, pasan a Sevilla el 2 de diciembre. Había dispuesto el Rey que las tropas se refugiaran en sus cuarteles de invierno y cada uno de los esforzados capitanes se retiró a la ciudad que tenía a su mando. El conde de Tendilla elige la plaza de Alcalá la Real para pasar la invernada, lugar hasta donde le sigue el cronista Pedro Mártir de Anglería, que nos refiere en sus cartas la constante hostigación que hicieron a la ciudad de Granada durante el otoño y el invierno “hasta tanto vengan los reyes a segar definitivamente esta mies”.

Don Fernando, siendo consecuente con su plan de economizar la sangre de sus vasallos y convencido del parecer de sus magnates de que “una ciudad rodeada de murallas–torreones de piedra de extraordinaria solidez y de la cual los mercaderes genoveses –huéspedes del mundo entero– que en ella habitan aseguran unánimemente que es la más grande ciudad fortificada que existe bajo el sol, no puede ser conquistada, en modo alguno, ni por la fuerza, ni por la destreza de los soldados, ni por máquina alguna, había que irle cortando paulatinamente los miembros que le quedaran y, cortadas las alas, arrancarle el resto de las plumas a fin de que, al verse impotente y oprimirle por la necesidad, por su propio impulso, venga a postrarse a los pies de los Reyes”, dedicó todo el invierno de 1490 a los preparativos de la que había decidido debería ser su última campaña. Pero eso… debe ser contado en otra ocasión.

 

FUENTES:

    • BUENO GARCÍA, FRANCISCO. Los Reyes de la Alhambra. Entre la historia y la leyenda. Ediciones Miguel Sánchez. Granada, 2004. ISBN: 84-7169-082-9.
    • CUEVAS PÉREZ, JOSÉ. El Real Sitio Soto de Roma. Caja Granada-Obra Social, 2006. ISBN: 84-95149-99-0.
    • ESPINOSA CABEZAS, ÁNGEL. Santa Fe. Aproximaciones geográfico-históricas. Excmo. Ayuntamiento de Santa Fe, Empresa Pública del Suelo de Andalucía, Librería El Hidalgo, 1995. ISBN: 84-605-3949-0.
    • GARCÍA PULIDO, LUIS JOSÉ; ORIHUELA UZAL, ANTONIO. “Nuevas aportaciones sobre las murallas y el sistema defensivo de Santa Fe (Granada)”. Archivo Español de Arte, LXXVIII, 2005, 309, págs. 23-43. ISSN: 0004-0428.
    • LAPRESA MOLINA, ELADIO. Santa Fe: historia de una ciudad del siglo XV. Universidad de Granada, 1979. ISBN: 84-338-0112-0.