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Consuelo Tamayo Hernández, «la Tortajada»

Una anciana cruza la calle Real con paso corto pero decidido, delante de ella una muchacha de apenas catorce años arrastra un reclinatorio. La anciana, erguida a pesar de los años, destaca en medio de aquel Santa Fe de mediados de los cincuenta. Abrigo de pieles, manos enguantadas en las que se entrelaza un rosario, mantilla negra sobre los hombros y el porte de una gran señora. La muchacha y la anciana atraviesan el dintel de la soberbia iglesia de la Encarnación y se persignan con el agua bendita de la pila que hay en el zaguán. Entre los bisbiseos de las beatas y el humo del incienso doña Consuelo se arrodilla en su reclinatorio y se dispone a recitar sus oraciones. La Tortajada es una leyenda viva en mitad del mismo pueblo que la vio nacer y que ahora la verá morir.

Hacía apenas tres años que Consuelo Tamayo Hernández (1867-1957) se había refugiado en la casa de unos parientes en la calle Castillo. Había llegado arruinada y cargada de baúles. Vestidos, postales, condecoraciones, recortes de prensa, fotografías, espejos y un precioso crucifijo para el cabecero de su cama. Después de infinitas giras por el mundo entero a los noventa años cerró los ojos en la misma ciudad que los abrió. Olvidada por un mundo de lujo y oropel que ya no existía.

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Una de las muchas «foto-postales» para las que posó.

Leyenda de las varietés. Separar lo verdadero de lo falso, el mito de la realidad, en la vida de la Tortajada es casi imposible. Periódicos de Londres y París inventaban historias sobre ella para aumentar la tirada. Que si fue raptada por un príncipe zulú, que si asesinada por un príncipe vienés en Nueva York. Que si había muerto al zozobrar una barca en un lago americano o de una apoplejía en Frankfurt. Exageraciones que incrementaban la expectación ante la próxima actuación de la Tortajada en The Alhambra en la ciudad del Támesis o en el Moline Rouge en la del Sena.

Lo que sí sabemos es que se casó siendo adolescente con el director del coro del colegio de monjas de Barcelona donde la habían mandado a estudiar. Ramón Tortajada fue marido y agente y le dio el nombre artísticos a la promesa del espectáculo que era aquella jovencita. De Madrid y Barcelona saltó a París. En 1882 actuaba por vez primera en el Empire. La ciudad de la luz cayó rendida a los encantos de la Tortajada y pronto fue una figura indispensable en el music-hall. A la altura de la bella Otero, otra española que triunfaba en esta Europa despreocupada de principios de siglo, la llamada Belle Epoqué.

La Tortajada fue en su momento algo así como lo que es hoy Justin Bieber. A falta de Instagram su imagen se reprodujo a través de fotopostales por el mundo entero. Un centenar de posados para los más prestigiosos fotógrafos que inmortalizan a la vedette con vestidos flamencos que luego se coloreaban con llamativos colores.

El exotismo era parte del espectáculo y la belleza de Consuelo era única y arrebatadora a partes iguales. Bailaba, cantaba, tocaba instrumentos de cuerda y sobre todo encandilaba con una gracia natural, un desparpajo fuera de lo común, un no sé qué, un savoir faire que dirían los franceses, duende que decimos por aquí.

Sin embargo; Consuelo no se permitió nunca cruzar ciertas líneas. A los conserjes que cuidaban la puerta del camerino les ordenaba no aceptar más que ramos de flores o detalles menores. Cuando se apagaban las luces la Tortajada se iba y Consuelo Tamayo no estaba en venta.

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Una imagen con su marido.

Reina del Alhambra. Francia, Estados Unidos, Rusia, Suiza… Al ritmo que crece su fama aumenta la leyenda. En junio 1901 la granadina triunfa también en Londres, en el Teatro Alhambra de Leicester Square, ¿casualidad o destino?

Es condecorada por el Kaiser Guillermo y el Zar Nicolás y recibida por el Papa Pio X en audiencia privada. La Tortajada se encontraba entre los pocos artistas que se disputaban el escenario internacional. No obstante, apenas actúa en España. Quizás por pudor a ser tachada de frívola entre los suyos. Sin embargo; el 16 de febrero de 1906 visita Granada y actúa en el Teatro Cervantes de la capital. De la recaudación destina la mitad para los pobres de Santa Fe.

En 1911 acude al lecho de su madre moribunda y esta, preocupada por su hija, con una vida de artistas que en aquellos entonces era como decir de pecado, le pide que se baje de las tablas y Consuelo cumple la última voluntad de su madre. Se instala en Granada para ser doña Consuelo Tamayo.

Un palacete de estilo árabe en la Plaza Mariana Pineda será la residencia de la que continúa siendo una celebridad, alejada de los focos pero con la rendida admiración de los granadinos. Acude con frecuencia a la Basílica de la Angustias y es aclamada en la Plaza de toros cuando acude a algún festejo. Visita también Santa Fe, los señoricos tiran sus capas al paso de la artista.

Ramón Tortajada se integra bien en la ciudad, monta un negocio de líneas de autobuses de Granada a Motril, que fracasa, y en la Escuela Municipal de Música actúa como director altruistamente. Además participa en la tertulia del Rinconcillo en donde coincide, entre otros, con Lorca. Pero la aparente placidez en la vida de Consuelo se trunca. Su marido se fuga con la cocinera y se llevan con ellos buena parte de su fortuna y felicidad.

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La casa de la calle Castillo donde murió.

Retiro en Santa Fe. Entre el misterio y el olvido se emborronan estos años en la vida la Tortajada. Que si su marido tuvo un hijo con la cocinera al que Consuelo cría como si fuera suyo. Que si un hombre mucho más joven que ella del que se encapricho y que la dejó en la ruina. Lo cierto es que Consuelo Tamayo vuelve a Santa Fe, cargada con los restos de una vida de esplendores. Con eso, y con su porte inconfundible.

Ni siquiera en estos últimos años dejó de ser la Tortajada. Jamás permitió al tiempo cobrarse la deuda de sus muchos años. Los que la vieron dan fe de la belleza de esta beldad aún en su ocaso. No es difícil imaginarla valiéndose de lo poco que en aquella época se estilaba para conservar su rostro libre de arrugas. En esta lucha, perdida de antemano, contra el tiempo, la Tortajada supo valerse de las mejores armas y todavía en el retiro de Santa Fe se adivinaba a la niña que cantaba Miss Bouton d’Or en el Empire.

Muere en febrero de 1957 en la casa de la calle Castillo. Y es sepultada en el panteón de sus familiares. Los que la acompañaron en sus últimos días todavía la recuerdan con cariño y admiración.

Así vivió y así murió la Tortajada, Consuelo Tamayo Hernández, la cupletista condecorada por dos emperadores, a la que Ideal incluye entre los granadinos del siglo XX y a la que su pueblo le dedicó una calle, pequeño homenaje para la santaferina más universal.

Agradecimientos a Maria Elena Moreno Hernández por compartir con nosotros su archivo fotográfico, y a Isabel Báez Hernández y a Maria Luz Hernández Martín por compartir con nosotros a Consuelo Tamayo Hernández.